¿Qué escondes bajo la superficie?

Hace unos años, un día que venían invitados a casa, hicimos una recogida rápida para dejarlo todo un poco más presentable. A uno de nuestros peques le di la tarea de despejar una mesita de cristal en su dormitorio.

En menos de cinco minutos, me llamó triunfante: —¡Ya está! 

Vino corriendo y me condujo a su cuarto. En efecto, la mesita estaba impecable, completamente despejada: desaparecido el precario montículo de papeles, puzles, libros, juguetes, pinturas, ropa... Había volado todo, pero no pude evitar sonreír porque en seguida vi dónde había ido a parar aquel montón de cachivaches: al suelo bajo el cristal, que ahora hacía de mirador al nuevo vertedero. 

La sonrisa me la guardé por no romper su preciosa mirada de sinceridad y orgullo porque había «cumplido» con lo que le había pedido, y juntas trabajamos en ordenar todo aquello un poquito más. 

Me hizo pensar en las veces que barremos nuestra propia superficie. Nos damos prisa por esconder el feo desorden bajo nuestras sonrisas o logros. Donde no se pueda ver, donde no estorbe. 

El aparentar no conoce ni religión ni ideología. A nuestra manera, todos queremos mantener una imagen. Todos acatamos a algún código, aunque sea al nuestro propio, y trabajamos por que no se nos vea el plumero. 

Pero al igual que la mesita de mi hija, nosotros también estamos hechos de cristal — somos más transparentes de lo que pensamos, más frágiles de lo que nos imaginamos. Y todo lo que tratamos de ocultar está ahí apelotonado bajo la superficie. A menudo se entrevé más de lo que sospechamos, aunque intentemos lucir una fachada aceptable. Jesús dijo que era imposible esconder lo que somos: «El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca»

Como un padre que nos ve y entiende, Dios no nos está gritando que, menudo desastre, que saquemos todo de ahí. No nos está pidiendo lo imposible. Pero tampoco nos está diciendo que basta con la superficie y que no nos preocupemos. Al invitarle, Él se arrodilla ahí con nosotros y va poniendo orden, incluso en lo que más nos asuste y no queramos volver a tocar. 

Caminó hace mucho entre nosotros, la única persona plenamente coherente en su bondad. Sus enigmas tuvieron que ver con sus propósitos, no con ninguna necesidad de maquillar ni enmascarar. Si mirabas a través del cristal, solo había más limpieza y luminosidad. «Ningún delito hallo en este hombre», dijo quien le dio sentencia.

Todos los ejemplos suelen flaquear, y no pretendo que esta anécdota sea una ilustración ideal de lo que Jesús ha hecho por nosotros. Solo resumir que, a través de su ejecución, saldó nuestras deudas con el cosmos con su propia transparencia y limpieza. Ya no tenemos que vivir a escondidas entre nuestra tóxica basura, esperando un juicio inevitable.

Dejemos de hacer limpieza solos.


Foto: Elena Mozhvilo / Unsplash

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