Abrir o no abrir, esa es la cuestión
Están llamando al timbre, y sé quién es. Es Jesús, sí, de Nazaret. Lo sé de sobra.
Tú le abrirías, ¿verdad? Aunque fuera por curiosidad.
Pues yo... tengo otra opinión. Es que estoy enfadada, y con razón.
Hace nada, Jesús me ha estado insultando. Lo que oyes. Y ahora quiere pasar a cenar. Con amigos como Él, no necesito enemigos.
¿Que Jesús no insulta? Eso pensaba yo, pero me ha llamado tibia. Me ha dicho que soy vomitiva. Sí, has oído bien. Por si fuera poco, también me ha llamado infeliz, miserable, pobre, ciega y desnuda. Muy completo, ¿no?
A ver, en cuanto a lo de infeliz y miserable, le doy la razón. Pero ¡no es mi culpa! Si te contara todo lo que me ha pasado, cómo me han tratado...
No me apetece cenar con Él en absoluto.
Vuelve a llamar. Sí, me estoy haciendo la sorda. Ya no tengo ganas ni de cenar. No he preparado nada. Prefiero seguir aquí sentada de brazos cruzados.
¿Crees que debo echar un vistazo por la mirilla?
Lo reconozco, hay lucha interna. Pienso en abrirle y me invade una mezcla de terror y de esperanza.
Me ha llamado pobre: ¿qué cena espera encontrar?
Me ha llamado ciega: ¿cómo quiere que vea para abrirle?
Ha dicho que estoy desnuda: ¿no crees que mis vergüenzas serían razón suficiente para no abrirle?
Por otro lado, ¿qué cena espera encontrarse en un hogar infeliz y miserable?
¿Acaso no vomitará los tibios alimentos que puedo ofrecerle?
¿Que estoy llorando? Ni me había dado cuenta. Sí, me hundo en la angustia.
Silencio. ¿Se habrá ido?
Quizás deba levantarme. Le hablaré a través de la puerta. O tal vez la abra una rendija. Pero supongo que debo echar un vistazo en el espejo antes de abrir.
Doy asco, menudas pintas. Así que este es mi estado auténtico... y eso que sigo con los ojos nublados; solo veo un reflejo borroso de mi suciedad y desnudez.
Miro alrededor, y mi casa no está mejor. Sí que es pobre. Tengo la cartera vacía, la despensa también. Aquí está mi ego hecho añicos.
Ahora no puedo evitar pensar que un amigo es aquel que dice la verdad.
Ya no llama, pero puede que siga ahí esperando. Algo me dice que siempre lo ha estado.
...
Epílogo
...
Abrí la puerta, y entró con ropas blancas para cubrirme.
Vino con luz y la puso en alto.
Trajo agua y lebrillo.
Pan y vino.
Oro y colirio.
No ayunó ni cenó solo en la cocina. Se sentó a la mesa, cara a cara.
Probó los entremeses y me echó el vino, usó mi vajilla y mis cubiertos, me hizo preguntas y reímos juntos.
Respetó el silencio, y también lloré.
Me dio el abrazo que tanto necesitaba.
Me bendijo con su presencia.
Llenó la habitación, llenó mi pobre casa con su vivo perfume hasta el último rincón — su reprensión, por fin, un bálsamo sobre mis heridas.
(Apocalipsis 3:14-22 + tuit interesante)
Foto: Tim Mossholder / Unsplash
Gracias Lisi. Un bálsamo a mi alma.
ResponderEliminar💙 Un abrazo, Edith.
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