El peón perfumista

Nunca he tenido tantas agujetas en toda mi vida.

Me acuerdo de los primeros días, encaramado sobre la muralla, trabajando meticulosamente, como si se tratara de extraer mirra o medir una mezcla de incienso. No llevaba la túnica adecuada, mis manos estaban impolutas y no sabía ni qué herramientas utilizar. En el siguiente tramo, mi vecino Uziel, un platero, simulaba confianza lanzando instrucciones a sus hijos. Pero en cuanto se cruzaron nuestras miradas, vi que nos entendíamos. Estábamos igual de perdidos. Estaba claro que no éramos del gremio.

A la intemperie, bajo la supervisión de Nehemías, los consejos de los voluntarios muralla arriba y muralla abajo, y los ataques de los sinvergüenzas que nos rodean, se ha ido deshaciendo esa cautela e incertidumbre inicial. Con cada nuevo amanecer, recordamos que nuestro Dios peleará por nosotros, y nos zambullimos en la reconstrucción. Cuando no hay peligro, los niños suben y bajan por la muralla como cabras, trayendo agua, llevando herramientas a afilar, pasándonos piedras. Solo queremos terminar. 

Somos obreros impostores; cualquier arquitecto auténtico se echaría las manos a la cabeza si analizara nuestro trabajo. No contamos ni con el lujo de un curso acelerado. Solo tenemos espadas para protegernos, herramientas básicas y conocimientos rudimentarios. Como mucho, hemos superado otro nivel de bricolaje. Pero por lo menos ya tenemos un ritmo, y se nota dónde hemos estado y dónde no. Este trecho de la muralla ya es otra cosa.

A estas alturas estoy tan loco por terminar que apenas paro a echarme agua en la cara antes de salir por la mañana. Los frascos de ungüentos en la balda acumulan polvo. Mi mujer se horroriza por mi falta de aseo, pero detecto un fiero orgullo en su mirada y sonrisa. Cuando vuelvo por la noche, su abrazo me envuelve con los aromas de nuestro hogar y negocio: rosa, canela, tomillo, hierbabuena, lirio, azafrán, almendra...

Bromeo con Uziel. Por mucho que sudemos bajo el sol, gracias a mi oficio siempre tengo ventaja y no apesto tanto como él. Se ríe y dice que le preocupan más los callos. No va a poder ni sentir sus finas herramientas de joyería. Esa noche me acuerdo y le acerco un bálsamo para curarle las heridas.

Hemos perdido la cuenta de los escombros que hemos movido. Pero por fin estamos en el último segmento, donde empieza la impresionante muralla Ancha de siete metros. ¡La recta final!

Cuando miro nuestra parte de la muralla, no sé si durará ni quién la recordará. En definitiva, no son las pirámides egipcias ni la ciudadela de Susa. No dejaremos ninguna estampa de renombre. Solo es algo más que una pared, ¿y a quién le importa una pared?

Pero si por casualidad alguien se acordara de todo esto, solo quiero dejar constancia: del gremio no fuimos, pero lo dimos todo por nuestro tramo.

Jananías


Foto: Katherine Hanlon / Unsplash

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