Por qué volví temprano aquella noche

Desde que el Maestro me invitara a la cena (una cena de reconocimiento estaba segura) me había debatido entre el orgullo y el estrés. 

Orgullo que, tras décadas de esfuerzo, alguien reconociera mi vida. Y no cualquiera: ¡Él! Por fin saldrían a la luz mis madrugones y desvelos; mi fidelidad y saber estar; mi ardua disciplina por no mancharme con caminos mundanos; mi currículum ignorado pero inmaculado. 

Estrés por prepararme: para poder decirle la cifra exacta que habíamos ofrendado, echarle un barniz de humildad a mi discurso de agradecimiento, relacionarme con otros invitados selectos con fingido interés y modales inmejorables. Con tamaña responsabilidad, casi no pegué ojo en toda la semana.

Al llegar, tanto me embelesó el despliegue en la mesa —entrantes y canapés, vinos escogidos y vajilla que relucía entre arreglos de flores— que ni me fijé en los comensales. Pero cuál fue mi sorpresa al alzar la vista: ahí estaba Diana. Mi némesis, la psicóloga.

—Diana —le dije—. No te hacía en esta cena.

Arqueó una ceja: —Claro, porque el Maestro no se codea con parias no creyentes como yo, ¿verdad?

Intenté imitar el gesto: —Se codeará con quien quiera, pero cuando nos pida evidencias del bien que hayamos hecho, igual te quedas en blanco y es incómodo.

Se rio en mi cara.

—Ay Nieves... porque hacer el bien es vuestro terreno, ¿no? ¿Qué pones en tela de juicio? ¿Mi dedicación a mi hija o mi fidelidad a mi pareja? ¿Mi trabajo en el que ayudo a personas rotas, que, por cierto, incluyen las que salen escarmentadas de vuestra Iglesia? ¿O quizás te parezca poco que done a cuatro oenegés?

Justo entonces me percaté del mendigo del semáforo (¿un error en la lista de invitados?). Intenté salir del paso: —Pues nosotros cuidamos a la gente del barrio, gente con nombre y apellido como... este buen señor.

El mendigo hizo un ademán de reconocimiento: —¿Por qué discutir, señoras? Yo no he hecho nada, y aquí estoy. —Levantó la copa que sostenía—. ¡Salud!

En ese instante, entró el Maestro: —Ah, Diana, Nieves: bienvenidas. Seguro que os apetece beber algo mientras seguís comparando apuntes. —Le dio un apretón al mendigo—. Mihai, me alegro de que estés servido.

Nos acercó dos copas vacías, y las cogimos rápido, ruborizadas. Mientras elegía un vino, miré hacia abajo y casi tiré la copa del susto.

—¡Maestro! —exclamé—. Disculpa, esta copa no está limpia.

Diana también observaba la suya horrorizada. 

—¡Esta tampoco!

Por fuera, las copas brillaban, pero por dentro estaban llenas de mugre y moho que flotaba sobre un viscoso líquido amarillo.

—Vaya —dijo Él—. Parece que vuestras copas son casi idénticas: limpias por fuera, sucias por dentro

Nos clavó una mirada de fuego y ternura. No pude mantenerla. Tuve que salir corriendo, porque notaba cómo se abrían las grietas del embalse de todo lo que llevo dentro... 

Diana se quedó. Lo último que vi al irme fueron las lágrimas estropeándole el rímel mientras conversaba con el Maestro.

. . .

¡La historia continúa! La segunda parte del relato se puede leer aquí: Lo que pasó aquella noche.


Foto: Berni Wittmann / Unsplash

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