El entrometido

(Relato basado en Marcos 1:21-28)

Como espíritu maligno, ya no me incomodaba este sitio. Hacía tiempo que nos habíamos apropiado de todo el terreno, y a estas alturas nos aceptaban sin rechistar. Pocos acudían a los líderes para librarse de nosotros. ¿Para qué? Sabían que era una pérdida de tiempo y dinero a cambio de un poco de paripé.

Tampoco me molestaba que leyeran los rollos sagrados. Como todos los presentes, me había acostumbrado tanto a escuchar sus palabras que ya solo eran sílabas que me producían sopor. Los cánticos igual, nanas que me adormilaban. 

A través de los ojos entrecerrados de mi anfitrión observaba satisfecho a los fieles a mi alrededor. No llevaban cadenas, pero estaban bien atados bajo la pesada carga de la ley y la culpa. Ya ni tenía que armar jaleo entre estas cuatro paredes para distraerles si rozaban nociones de libertad. Entre los más jóvenes, veía complacido en los ojos de algunos el ardor de la rabia y la revolución que solo desembocaría en su muerte prematura. Entre los padres de familia, la fatiga y la desesperación de décadas habían hundido sus hombros y erosionado la esperanza. Los abuelos ya solo se golpeaban el pecho.

Esta mañana prometía ser igual que todas, aunque visitaba un rabino y sus alumnos. Le dieron la palabra, y me dispuse a echar una siesta. Iluso de mí, ¡qué poco duró! Me desperté de un sobresalto. La energía del lugar había pegado un cambio radical. Me costaba abrir los ojos. Había demasiada luz. Los abuelos se miraban unos a otros atónitos. Los padres se erguían atentos. Los jóvenes sonreían y hacían preguntas. Sus susurros llegaron hasta mis oídos: —¡Su enseñanza es asombrosa! Muy diferente. Es como si tuviera autoridad...

El exceso de luz me estaba haciendo daño, pero por fin logré clavar la mirada en el que se había atrevido a entrometerse en mi jurisdicción. Me sonaba... ¿dónde le había visto? ¿dónde le había oído? Sus palabras caían como golpes. El hedor de la verdad amenazaba con llenar la sala, y de repente caí en la cuenta. Mi poder se fugaba como la arena del desierto ante el viento. Me armé de valor y logré sacar las fuerzas para someter las cuerdas vocales de mi rehén. Gritó:

—¿Por qué te entrometes, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Yo sé quién eres tú: ¡el Santo de Dios!

En cuanto lancé el desafío, supe que era mi sentencia. 

No pude ni mirar sus ojos en llama. Tan solo escuché su reprensión —¡Cállate! ¡Sal de ese hombre! — y no tuve más remedio que largarme. Eso sí, me aseguré de que mi despedida fuera inolvidable: sacudí a mi anfitrión con toda la violencia que quedaba en mí y retorcí su voz en un alarido escalofriante.

Al salir por la puerta, eché un último vistazo al edificio. Sin duda, echaría de menos mis siestas sabatinas entre la congregación de prisioneros, donde tantos años había estado cómodo y seguro sin que nadie se entrometiera... hasta que vino Él.


Foto: Karl Fredrickson / Unsplash

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