Jesús resucitó en el entierro de mi fe

 «La fe viva es la fe en un Cristo vivo. Es solo un Cristo vivo el que llama a una fe viva, una fe con permanencia y poder... No te inquietes examinando tu fe, probando sus miembros, sintiendo su pulso, observando su color, midiendo su obra. Asegúrate más bien de que esté puesta en un Cristo vivo. Cuida a ese Cristo y Él cuidará de tu fe. Percátate de un Cristo vivo, y Él producirá en ti una fe viva. Visita su santo sepulcro en las Escrituras, y mientras escudriñas y esperas, Él te sorprenderá por detrás con su vida inmortal».

— P.T. Forsyth

Observo mi fe lánguida, en paliativos. Siempre la imaginé robusta, pero ahora la veo escuchimizada. Intento comprender... Tal vez la dejé de alimentar. Se desmayó ante mis pérdidas y angustias, ante tanto dolor y mal en el mundo. Machacada, apocada ya no solo por el escepticismo de los demás, sino por mi propio cinismo. Demasiados jarrones de agua fría por parte de Dios, pienso. Y la luz se le apagó. 

La recuerdo floreciendo en una época más dorada, inocente... ¿ignorante? Quisiera llorarla, pero las lágrimas las gasté hace tiempo. 

Ya no hay nada que hacer, pero me cuesta dejarla. Sé que en cuanto salga de esta cueva, este umbral de la muerte, la piedra se sellará para siempre. Quizás una escolta me impida el paso, para que mi fe ya se olvide aquí de una vez por todas. Por otro lado, sé que ya no puedo arrastrar su peso muerto por la vida. Toca abandonarla, que ya no me aporta nada. Seré tan libre como pueda añorándola siempre.

En esto andaba yo, musitando lúgubre entre los muertos, cuando me sorprendió la calidez de una voz en el jardín. Vino por detrás, sin que yo la esperara. Sin el ruido de mi fe, pude percibirla por primera vez. Vino conociendo mi nombre, rompiendo esquemas. Vino ofensivamente libre y viva teniendo yo todavía tierra bajo las uñas tras aquel entierro. Un Jesús cuya carne y hueso insultaban mis nociones de lo espiritual. Un Jesús que no estaba dispuesto a quedarse en mi parcela privada. Un Jesús al que no le suponía problema alguno que yo ya no tuviese eso que yo llamaba fe.

No le pude ignorar. El día del entierro de mi fe ciega, me encontró y me preguntó qué hacía. Y cuando se reveló, caí a sus pies, llamándole Maestro.

Reconozco que no vino con torrijas, conejos de chocolate o huevos de pascua en tonos pastel. Mi vida no dio un giro dulzón, ni siquiera sorprendente. Seguí en el mismo trabajo, en la misma casa. El dolor no desapareció. De hecho, ahora me insultaban más por ser de los suyos, y era incluso más consciente del sufrimiento en el mundo. Seguí con preguntas, puede que más que antes. 

Pero si hay algo diferente, es esto: el que está conmigo es el que vive, y ya no le busco entre los muertos.


Foto: Pisit Heng / Unsplash

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