Nada menos que... ponis salvajes

¿Te suena que la Biblia nos compara a ovejas perdidas necesitadas del buen pastor, Jesús? Curiosamente también nos compara a caballos locos:

«He escuchado con suma atención, para ver si alguien habla con rectitud, pero nadie se arrepiente de su maldad; nadie reconoce el mal que ha hecho. Todos siguen su loca carrera, como caballos desbocados en combate» (Jeremías 8:6).

Foto: André Ulysses De Salis

Mientras que las ovejas perdidas siguen cada cual su propio camino, Jeremías añade el matiz de nuestra locura desbocada ante el peligro. No somos solo tontas ovejas despistadas. Somos caballos inteligentes, adiestrados, acostumbrados a jinete, rienda y látigo, que pierden los estribos.

Nuestro mal no es un despiste, ni siempre una simple ignorancia de lo que Dios exige. Tampoco es la excepción, como «una noche de locura». El hecho de no arrepentirnos («yo no me arrepiento de nada») ni reconocer nuestro orgullo y egoísmo y el mal que hemos hecho, por tranquila que sea nuestra vida, nos coloca en el lugar de los caballos en estampida, lejos de su Dueño, ensordecidos por el estruendo de la batalla, expuestos a herida y muerte.

Pero en la Biblia también hay un lugar sorprendente donde encontramos la imagen de un caballo que se somete: en las bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos porque heredarán la tierra» (Mateo 5:5).

Praus, «manso», era el término militar para un caballo que el ejército griego había cazado y adiestrado para la guerra. De los caballos que cazaban, algunos los descartaban y otros los usaban de animales de carga. Pero los de mayor valor eran los praus: conservaban su fuerza y potencia original, su aguda inteligencia, pero ahora se sometían con una nueva obediencia, preparados para maniobrar en cualquier batalla.

Al igual que un caballo salvaje, no encontramos natural sujetarnos. ¿La insumisión es problema solo del que vive una vida llamativa al límite, infringiendo en todo lo que puede? No, también es problema del que vive aparentemente sujeto, pero con orgullo o egoísmo desenfrenado por dentro. 

Foto: Johannes Plenio

Jesús se sujetó con perfecta coherencia, externa e interna. Dejó de lado su esplendor y se rebajó a servirnos. En esa perfecta y armoniosa relación de la Trinidad, se sometió en obediencia al Padre. El llamado constante de los demás, ya fueran sus enemigos, sus discípulos o el mismo Satanás, fue a desatarse, a elegir por su cuenta, a escribir su propia historia. La batalla que libró Jesús de rodillas en un jardín antes de su ejecución fue la de «hágase tu voluntad».

Su sometimiento lo ha ganado todo por nosotros. Nos ofrece un gran intercambio. Llegamos a los pies de su cruz con nuestra naturaleza salvaje, indomables, y recibimos una naturaleza nueva en Él que anhela la obediencia por difícil que sea. Libres de nosotros mismos, de nuestras carreras locas que no llevaban a ninguna parte, nos deleitamos en el nuevo Dueño que solo quiere nuestro bien y que nos guiará a las grandes hazañas que serían imposibles sin su adiestramiento.



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